Nerea

Toda la vida he creído que me quedaría embarazada a la primera. Había que tener tanto cuidado con las relaciones sexuales porque aquella chica de 15 años se había quedado embaraza que parecía muy fácil.

Después de muchos años de amor y convivencia llegó la boda, y tras esperar unos meses, por si nos habíamos traído de Tailandia algo que no debíamos, empezamos el camino de la pa/maternidad. Siempre he sido muy irregular con el periodo así que mes tras mes parecía que el ansiado embarazo había llegado.

Pero no. Un test, otro test, lágrimas, más lágrimas y no llegaba. ¿Cómo podía ser? Había algún problema seguro.

“¿Y tú para cuando?” “¡Se te va a pasar el arroz!” “¿Y tú no te animas?”. Las mismas preguntas en diferentes bocas, pero siempre la misma respuesta. Media sonrisa y… “Bueno, aún somos jóvenes, ya tendremos…”. Más lágrimas.

En abril llegaron las dos rayas. El día de nuestro aniversario de boda. No nos lo podíamos creer, cuánta emoción, cuántas lágrimas, esta vez de alegría desbordaba. Qué sensación sentir que algo crecía dentro de mí, qué cosquilleo en el estómago.

A los días empezaron los sangrados y al mes la peor de las noticias: no había latido. Qué de dolor en tan pocas palabras. Nunca nadie me había contado lo que suponía introducir unas pastillas que ayudarían a salir aquella vida. Ni siquiera la ginecóloga lo hizo. El vacío era tan intenso como el dolor, qué dolor.

“Tendrás que esperar un par de meses, para curarte física y psicológicamente…”, dudo que aquella doctora hubiera pasado nunca por algo así.

A los tres meses volvíamos a tener las dos rayas. “¡Esta vez si!” “¡Tiene que salir bien!”. No podría volver a pasar por algo así. Cada visita al baño era una tortura, siempre comprobando que no hubiera rastro de sangre y así fue. Pasaron los tres primeros meses de peligro y ahí estaba nuestro pequeño Izei.

Pues ya no puede ir nada mal, el peligro está en el primer trimestre, si acaso en la ecografía de la semana 20, pero tampoco, salió todo perfecto.

Ya estábamos en la semana 36 cuando a mi pareja le entraron los agobios. “¡Que nace el bebé y no tenemos nada preparado!”

Monta cuna, compra moisés, trae a casa el carro de la cuñada, limpia sábanas, pinta la habitación, prepara la ropita y lo último, la bolsa para el hospital. Ya está, ya puede nacer. Vamos a una eco esta semana, que aunque no la suelen hacer nos han mandado ir para ver si se ha dado la vuelta, que viene de nalgas.

La cara del tocólogo enseguida cambió. Inexpresiva: “Tenéis que ir de urgencia al hospital. Uno de los ventrículos tiene un tamaño inadecuado.” No pudimos articular palabra, ni mi pareja ni yo, sólo nos miramos y enmudecimos. “Vístete y te doy el volante.” Aún recuerdo la cara de la joven enfermera, solo le faltó llorar conmigo.

Mil y una dudas se agolpaban en mi cabeza, y no saldría de allí sin respuestas. “¿Qué le pasa a mi bebé?”. “En el hospital te lo dirán, seguramente haya que provocar el parto y operar al nacer”.

Ya no quise saber más.

A las horas recordé a una antigua amiga, a la que la vida colocó en urgencias en el embarazo anterior. “Toma mi nuevo número, llámame si lo necesitas”, y claro que lo necesitaba.

Le expliqué como pude lo que pasaba. “Tranquila, mañana te verá la mejor especialista que hay y sabremos hasta qué punto es grave”. No recuerdo cómo pasamos la noche. A primera hora allí estábamos. Ecografía con mi amiga ginecóloga y dos expertas más. “Mira si, aquí se ve. Es grave”.

El mundo se me vino encima. Diez días de ecografías, análisis y escáneres. Diez días en los que descubrí que el alma duele.

El 19 de mayo moría Izei.

Y aunque parezca una obviedad, había que dar a luz.

Para esto nadie te prepara, pero para eso estaba el equipo de matronas que fueron durante dos días mi familia. Consejos que no tenía claro de seguir, como ver a mi bebe o incluso sacar fotos, se amontonaban en mi cabeza. A las pocas horas pedí la epidural: “No debes pasar ni un minuto de dolor, pide lo que necesites”.

Pero no hay epidural que 50 horas dure, no en mi caso. Dolor y más dolor, ya no sabía si físico o mental. Recuerdo abrir los ojos y ver a mi madre, cerca de mi cama, mirándome como si no fuera a volver a ver a su hija sonreír.

Ya habían pasado dos días y las matronas se repetían. Cambio de turno, y vuelve una cara conocida. Aún estas aquí… yo agradecía no tener que conectar con alguien nuevo. Se acercó a mi, me agarró la mano y me miró fijamente a los ojos: “Tú y yo hoy damos a luz a Izei”. Y así fue: 50 horas y 2 empujones.

“Debéis decir enseguida si queréis verle”. “Sí, queremos”.

Unos minutos que me guardo para mi, para nosotros.

Nos subieron a la habitación y todo lo arropados que nos habíamos sentido cambió. Tuvieron cuidado de ponerme sola en una habitación y aunque me aseguraron que no ocurriría, no podía con la idea de que en cualquier momento entrara una madre con su hijo a ocupar la cama de al lado.

No ocurrió, tan solo unos llantos lejanos de otras habitaciones que retumbaban una y otra vez en mi cabeza, esos llantos que yo jamás escucharía de Izei. Al rato de estar allí entra un chico con un folio y un montón de opciones de funeraria. “Aquí tenéis, podéis llamar a la que queráis“.

“No os preocupéis; tendréis más”. “Bueno, yo conozco a una chica que le pasó tres veces”. “Lo mío fue peor que yo ya tenía un hijo cuando pasó y se enfadó conmigo por no tener a su hermano”. “Eres joven, no pasa nada”. “¿Cómo está tu mujer? Te pregunto a ti porque ella tiene que estar…” ( como si el padre no hubiera perdido nada). “Mejor ahora que no después…” y un sinfín de barbaridades a las que, otra vez, media sonrisa.

A los pocos días te dan una cajita y eso es todo lo que tienes. Ni recuerdos vividos, ni sonrisas, ni nada. Tan solo un montón de ropa que jamás le pudiste poner, y un montón de momentos que ya habías imaginado en tu cabeza y que no ocurrirían jamás, y un montón de preguntas sobre por qué había ocurrido que jamás nadie respondió.

Cuatro años y dos hijas después aún se hace el silencio a mi alrededor cuando le nombro, aún incomoda su nombre, aún no entienden que existió, que tuvimos un hijo y que murió.

Quizás por eso aún tengo la necesidad grabármelo en la piel, para que todo el mundo sepa que fueron tres.

#Mihijomihistoria

Nerea es una de las mujeres que forman parte de nuestra Tribu CSC. Un día contó esta historia y nos dejó a todos con el corazón en un puño. No tardamos en darle todo nuestro cariño y apoyo, y otras mujeres decidieron también hablar de sus historias, de sus bebés, de esos que mucha gente prefiere silenciar. Le pedimos permiso para, si quería, publicarlo en abierto por si servía también de ayuda a otras madres y padres.

No es imprescindible, pero si quieres contarla tú también, puedes usar los hashtags #Mihijomihistoria o #Mihijamihistoria para hablar de todos esos niños y niñas que no lo consiguieron, pero que merecen ser recordados siempre.

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