Era 18 de septiembre de 2021. Nunca olvidaré ese día. A la tarde después del paseo volvimos a casa, hice pis, y a la vez del pis salió muchísima sangre. En ese momento me temí lo peor. Fuimos al hospital y con el p… COVID no dejaron entrar a mi marido conmigo. Allí me hicieron preguntas y me realizaron una eco. Tras mirar y mirar mientras yo lloraba a mares me dijeron:
– No te tengo buenas noticias.
Hay sentí que mi mundo desaparecía. Que no podía ser, que era una pesadilla, y encima sola, abierta de piernas sin ningún apoyo y o empatía.
Allí mientras en mi cabeza solo escuchaba Skye (así lo bautizó mi hija de 3 años cuando le dijimos que tendría un hermanit@) ha muerto. No vas a conocerle. Los ginecólogos me «explicaban» el protocolo rutinario que se sigue en estos casos. Totalmente frio e impersonal. Recuerdo como les preguntaba una y otra vez si podía haberlo evitado, si hice algo mal. Porque me había pasado a mí. Y fue en ese momento cuando me dijeron que un 25% de los embarazos no terminaban con final feliz. Quise llevar un manejo expectante en el cual me sentí muy sola y juzgada por parte del personal sanitario.
He de decir que para explicarme el protocolo en caso de aborto espontáneo sí que dejaron entrar a mi marido aun siendo la misma consulta. Cosa que sigo sin entender.
Pero lo realmente duro venía ahora. Escuchar de personas que me «querían» frases como:
– Eres joven. Tienes tiempo… yo tengo una amiga que al mes del legrado se quedó de nuevo.
– Piensa que mejor ahora que no más adelante que aún no le conocías (como si por no haber nacido yo no querría a mi bebé y tendría ilusiones)
– Al menos ha sido este y no tu hija de 3 años.
Verdaderas atrocidades en el momento más duro de mi vida.
Tristemente no estamos solas pero es un golpe durísimo del que cuesta recomponerse. A mí lo que más me ha ayudado ha sido el grupo de madres en la misma situación que yo donde no me he sentido juzgada y he podido expresar mis sentimientos sabiendo que sus palabras no me harán daño, y la terapia.